Supongo que para Sue Lynne marcharse de este pueblo era un poco como morirse. Me pregunto cómo recordará la gente a Arney. Cuando mueres todo lo que queda son los recuerdos que creaste en la vida de los demás, o un par de cosas en una cuenta.
My blueberry nights
Yo no era nadie. Rodney Grant no era nadie. Omar Hassim-Alí, nadie. Javier Rodríguez —el carpintero jubilado de setenta años que ocupó la cama hacia las cuatro— no era nadie. Tarde o temprano moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muerto. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Ése es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar?
En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparece con ellas.
Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.
Las biografías se publicarían por encargo de los amigos y parientes del sujeto, en ediciones particulares de pequeña tirada: entre cincuenta y trescientos o cuatrocientos ejemplares. Me imaginaba escribiéndolas yo mismo, pero si la demanda crecía demasiado, siempre podría contratar a otros para que me echaran una mano: poetas y novelistas en apuros, ex periodistas, universitarios sin trabajo, incluso Tom, quizá. Los costes de elaboración y publicación de los libros serían elevados, pero no quería que mis biografías fueran un lujo que sólo pudieran permitirse los ricos. Para familias de escasos recursos, contemplaba un nuevo tipo de póliza de seguros a tenor de la cual se entregaría mensual o trimestralmente una insignificante suma de dinero para sufragar los gastos del libro. En vez de seguro de vida o de hogar, seguro de biografía.
¿Me había vuelto loco al pensar que podría sacar adelante aquel proyecto tan inverosímil? No lo creía. ¿Qué hija no querría leer una biografía fidedigna de su padre, tanto si había sido obrero de una fábrica como subdirector de un banco rural? ¿Qué madre no querría leer la vida de su hijo, un policía muerto en acto de servicio a los treinta y cuatro años? En todos los casos debería ser una cuestión de amor. Cónyuges, hijos, parientes, hermanos: sólo los lazos más fuertes. Vendrían a verme seis meses o un año después de la muerte del sujeto. Para entonces ya habrían asimilado su fallecimiento, pero seguirían sin superarlo, y ahora que habían reanudado su vida cotidiana, comprenderían que jamás podrían sobreponerse. Querrían devolver a la vida al ser querido, y yo haría todo lo humanamente posible para satisfacer su deseo. Resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre las cubiertas, tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos.
Nunca debe subestimarse el poder de los libros.
Brooklyn Follies - Paul Auster
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