Reconozco que a veces me gusta llevar la contraria cuando una opinión se convierte en mayoritaria. Algunos considerarán que es una simple pose, como si las ideas fuesen simples prendas de ropa que sirviesen para distinguirnos del resto y sentirnos especiales. Otros, que lo hago por pura provocación, como aquél que se pone zapato marrón con traje azul marino en las bodas. Sin embargo, lo único cierto es que lo hago inconscientemente. Seguramente tan sólo sea un síntoma más de mis neurosis, pero admito que cuanto más claro y cristalino parece un asunto, y cuanto mayor consenso y unanimidad existe en torno a él, en mí cerebro siempre acaba surgiendo la pregunta de:
“Oye, ¿pero y si están equivocados?”
La verdad es que es algo muy molesto. Es decir, no estoy afirmando que la verdad, en su concepto más amplio del término, sea algo muy molesto (aunque en ocasiones también pueda serlo, ¿verdad?), sino que lo que a mí me pasa, lo de andar siempre cuestionándome todo, lo es. Sería todo mucho más sencillo si yo no le diese tantas vueltas a las cosas, si yo fuese más confiado, más crédulo. Y es que ojalá pudiese vivir en una distopía donde la realidad fuese como un infinito teseracto, conformado por millones de trincheras y bandos que dibujasen perfectas líneas rectas e inamovibles, y que así entonces ya sólo tuviese que levantarme por las mañanas, ponerme el reloj que me regaló mi padre antes de marcharse, y preguntar mientras abro internet y enciendo el televisor:
"¿En qué trinchera estamos hoy, Cooper?"
Pero esa sociedad distópica parece muy lejana aún, así que muchas veces tengo sueños muy vívidos en los que estoy flotando en el vacío en un punto equidistante a las trayectorias marcadas. Y extiendo mi mano para que alguien me salve, pero nadie me ayuda. Y es entonces cuando me asusto. Y me callo. Y cierro los ojos. Y sólo deseo que con mi silencio, el ruido y la furia se pasen pronto.
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